¿Por qué nacemos si vamos a morir? El verdadero sentido de la vida
- KAVINDRA SERAPHIS

- 9 abr
- 3 Min. de lectura
La pregunta sobre el sentido de la vida surge inevitablemente en el corazón humano, especialmente cuando se confronta con la certeza de la muerte. ¿Por qué nacer, por qué atravesar el sufrimiento, los sueños, las alegrías y las pérdidas, si todo ha de concluir con la desaparición del cuerpo? Esta interrogante, que ha perseguido a la humanidad desde tiempos inmemoriales, no puede responderse desde la lógica mundana. Solo la realización del Ser permite comprender que el nacimiento y la muerte no son más que etapas de un viaje mucho más profundo.
El sentido de la vida no está en la duración del cuerpo, ni en la acumulación de logros o placeres, sino en la revelación de lo eterno que habita en lo transitorio. Nacemos para recordar lo que somos, no para convertirnos en algo. La existencia humana es una manifestación sagrada en la cual lo absoluto se despliega como experiencia, tiempo y forma, para reconocerse a sí mismo en medio de la aparente diversidad.
La vida no es un error ni un castigo, sino una expresión del amor divino que se proyecta como mundo. El Ser infinito no necesita nada, pero en su infinitud también existe el juego de la manifestación: la posibilidad de aparecer como el universo, como cada criatura, como usted y como yo. Nacemos para que ese Ser pueda experimentarse a sí mismo en el rostro de lo limitado. Y morimos, no como pérdida, sino como regreso a esa infinitud que nunca fue abandonada, aunque lo hayamos olvidado.
Desde esta perspectiva, la muerte no anula el sentido de la vida: lo confirma. Porque lo que realmente somos no muere. El cuerpo desaparece, los pensamientos se disuelven, pero la conciencia que los presenció permanece intacta. Esa conciencia es la verdadera identidad, anterior al nacimiento y posterior a la muerte. El propósito de la vida es despertar a esa verdad, vivir desde ella, y permitir que la mente, el cuerpo y el corazón se conviertan en canales de su expresión.
No hay tragedia en la vida cuando se vive desde esta comprensión. Cada momento, cada relación, cada desafío cobra un sentido profundo: el de revelar lo eterno en lo pasajero. La flor que se marchita no pierde su belleza por ello; de hecho, su fugacidad la vuelve aún más sagrada. Así también es la vida humana: un breve resplandor en el tiempo, cuyo brillo proviene de la luz que no se apaga.
Quien ha despertado a esta verdad ya no se pregunta por qué nació ni teme a la muerte. Sabe que todo lo que ocurre —el nacimiento, el crecimiento, el sufrimiento y la muerte— es parte de un proceso perfecto que conduce, inevitablemente, al reconocimiento del Ser. Vivir, entonces, se vuelve una danza de gratitud, y morir, un descanso en el regazo de lo eterno.
El sentido de la vida no es evitar la muerte, sino descubrir aquello en nosotros que jamás muere.
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