Mensaje para el Alma:
- KAVINDRA SERAPHIS

- 13 abr
- 4 Min. de lectura
¿Qué es realmente el ego?
Mucho se ha dicho sobre el ego. Se le acusa de ser el causante del sufrimiento, del conflicto interior, de la desconexión con la verdad. Sin embargo, pocos comprenden qué es en realidad. El ego no es una entidad, no es algo que exista por sí mismo. Es una configuración dinámica, una construcción de la mente que toma forma como una identidad separada.
El ego es la idea de “yo” que se cree aislada del todo. Pero no es una sola cosa: está compuesto por pensamientos, emociones, recuerdos, imágenes mentales, expectativas, deseos, miedos y creencias que giran en torno a una noción central de individualidad. Esa noción, profundamente arraigada, dice: “yo soy este cuerpo”, “yo soy esta historia”, “yo soy esto que siento y pienso”. A partir de allí, se construye un personaje interior con nombre, historia, pasado, futuro, y una aparente autonomía frente a la totalidad.
Los pensamientos son uno de los pilares del ego. Cada pensamiento que se refiere al “yo” refuerza la ilusión de la separación. “Yo quiero esto”, “yo no soporto aquello”, “yo debería ser diferente”, “yo fui herido”… Todas estas ideas sostienen una estructura que parece sólida, pero que se deshace en el instante en que se observa sin identificación. Pensar no es un problema. El problema es creer que ese flujo mental constituye lo que uno es.
Las emociones también juegan un papel fundamental. El ego se alimenta de la emoción que confirma su existencia. Cuando hay orgullo, se siente más real. Cuando hay culpa o vergüenza, también se siente más definido. La emoción le da cuerpo, le da textura. Pero las emociones, como los pensamientos, son fenómenos que aparecen y desaparecen en la conciencia. No son el Ser. Sin embargo, cuando son apropiadas por el “yo”, se convierten en combustible de la identidad ilusoria. “Estoy enojado”, “tengo miedo”, “me siento solo”… Todas estas afirmaciones refuerzan el sentido de alguien que vive en oposición al mundo.
Además de pensamientos y emociones, el ego incluye toda identificación sensorial y corporal. La percepción del cuerpo como un “yo” separado es uno de los velos más fuertes. El cuerpo cambia, envejece, siente placer o dolor, y todos estos fenómenos son atribuidos a ese “yo” central. Pero el cuerpo también es observado. Es decir, hay algo que percibe al cuerpo. Y eso que percibe no puede ser el ego, porque el ego también es percibido. Lo que percibe todo —pensamientos, emociones, cuerpo— es silencioso, inmutable, presente. Es la conciencia misma.
También forma parte del ego la estructura narrativa que organiza la memoria: la historia personal. La acumulación de experiencias, interpretaciones, logros y heridas se entretejen en un relato de continuidad que da la sensación de que “yo soy el mismo de ayer”, “yo he vivido esto”, “yo tengo esta trayectoria”. Esa continuidad no es real, es sólo una interpretación de momentos fragmentarios sostenida por el pensamiento.
Incluso la espiritualidad puede ser utilizada por el ego como un ornamento más: “yo soy más consciente que otros”, “yo he avanzado”, “yo he despertado”… Hasta que no se ve la raíz de la separación, la búsqueda espiritual misma puede ser una forma sutil de ego.
Pero hay algo que no cambia. Algo que nunca ha nacido ni morirá. Algo que es testigo de todos los cambios sin cambiar jamás. Eso que observa el pensamiento sin ser pensamiento. Eso que siente las emociones sin ser emoción. Eso que está presente antes de toda identificación, antes de todo “yo”, es lo que realmente somos. Es plenitud, es amor, es totalidad. Cuando eso se realiza directamente, el ego se disuelve como un sueño del que uno despierta.
El ego no necesita ser destruido. Basta con verlo. Comprender su naturaleza ilusoria es suficiente para que se disuelva por sí solo. Y en su ausencia, queda sólo lo que siempre ha estado: la verdad sin nombre, sin forma, sin opuestos. La realidad indivisible de Ser.
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