La llama inextinguible del Corazón
- KAVINDRA SERAPHIS

- 21 may
- 3 Min. de lectura
MENSAJE PARA EL ALMA
Hay una fuente que no se agota. No es un lugar ni un objeto ni una idea. No está en el tiempo ni depende de ninguna condición externa. Esa fuente arde silenciosa en el fondo del corazón humano, más allá del pensamiento, más allá del cuerpo, más allá de toda experiencia. Cuando todo lo demás se derrumba, cuando se disuelven los nombres y los rostros, lo único que permanece es esa llama viva: paz sin opuestos, amor sin necesidad. Y esa llama —lo que somos cuando no somos nadie— es Dios.
No se trata de una metáfora ni de una exaltación emocional. Es un reconocimiento. La conciencia que mira, la que siente, la que sueña, la que anhela y la que observa el anhelo, no es una creación del mundo: es el mundo quien aparece dentro de ella. El corazón no es solo una víscera, ni una sede de emociones. Es un símbolo vivo del centro, el punto en el que todas las direcciones se disuelven. Allí no hay norte ni sur, no hay principio ni fin, no hay separación. En lo más íntimo del corazón no hay “yo” y “lo otro”; hay solo presencia.
Las religiones han intentado nombrar esta verdad con múltiples voces. Algunas la llaman espíritu, otras vacío, otras luz eterna. Los científicos la intuyen cuando descubren que toda partícula es también onda, que toda certeza colapsa al ser medida, que el observador modifica lo observado. Los artistas la rozan cuando se pierden en su creación y ya no hay distinción entre sujeto y obra. Los místicos la viven cuando la frontera entre interior y exterior se diluye, y la existencia entera se vuelve un único gesto de amor.
Todo método, todo conocimiento, toda disciplina verdadera busca —aunque no siempre lo sepa— reconectarnos con esa unidad originaria. Las ciencias formulan ecuaciones que rigen el universo visible, sin advertir que esas leyes operan también en el alma. Las filosofías analizan la mente, el lenguaje y la experiencia, sin reconocer que su impulso nace de un anhelo más profundo: el anhelo de volver al hogar. Incluso las disputas entre creencias, las guerras de ideas, son sombras de una única búsqueda no reconocida. En el fondo, todos desean lo mismo: paz. Amor. Permanencia. Todo ser anhela ser uno.
Pero esa unidad no se alcanza acumulando saberes ni renunciando al mundo. No se encuentra viajando hacia fuera ni clausurando los sentidos. No se trata de construir algo nuevo, sino de recordar. De disolver las capas. De mirar, sin filtros, lo que ya está presente. Somos ya aquello que buscamos. La paz que anhelamos no está más allá del horizonte: está latiendo ahora mismo en el pecho. El amor que imaginamos como un ideal lejano no es una emoción: es la sustancia misma del Ser. Y cuando se reconoce esto, cuando se vive, se revela la verdad más alta: somos Dios, no como un ente separado o superior, sino como la conciencia absoluta que se manifiesta en todas las formas, sin dejar de ser sin forma.
Así, lo diverso no contradice la unidad, sino que la expresa. El mar no niega su profundidad cuando se agita en olas distintas. Cada diferencia es un pliegue de la misma tela. Cada fenómeno, cada nombre, cada pensamiento, cada partícula, cada historia, es una flor distinta de un solo jardín. El amor del corazón y el amor de Dios no son dos. La paz que sentimos en lo más íntimo no es un reflejo: es la misma eternidad reconociéndose en lo finito. Y ese reconocimiento no puede imponerse ni enseñarse: solo puede vivirse. Pero cuando ocurre, incluso por un instante, transforma por completo la manera en que habitamos el mundo.
Esta revelación es la que recorre cada página de El Poder Secreto del Alma, una guía luminosa que no propone dogmas ni teorías, sino caminos vivos hacia el centro de uno mismo. Si esto resonó con usted, encontrará mucho más en mi libro que está en AMAZON.




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