Enamórense de mentes, no de cuerpos” — Un espejismo más del dualismo moderno
- KAVINDRA SERAPHIS

- 9 jun
- 4 Min. de lectura
MENSAJE PARA EL ALMA
Hay frases que en apariencia suenan elevadas, incluso sabias, como si ofrecieran un atajo hacia una forma superior de amor. “Enamórense de mentes, no de cuerpos” es una de ellas. Sin embargo, al analizarla con detenimiento desde una visión profunda, integral y espiritual del ser, esta sentencia no solo resulta limitada, sino que perpetúa uno de los grandes errores del pensamiento contemporáneo: la fragmentación del alma, la escisión del Ser, y la sustitución de la unidad viva por una jerarquía falsa entre mente y materia.
En un primer plano, esta frase propone un desplazamiento del deseo carnal hacia una admiración intelectual. Pretende colocar la mente en un pedestal de pureza, en oposición a la corporeidad, que se asocia implícitamente con lo bajo, lo efímero o lo vulgar. Pero, ¿acaso este desplazamiento no reproduce el mismo error que pretende corregir? ¿No es la mente —cuando se separa del corazón y del espíritu— otro cuerpo más, otro artificio que puede encadenar, poseer y controlar?
La visión dualista que divide “mente” y “cuerpo” es hija de una civilización enferma de abstracción. En su afán por desmaterializar el amor, no lo espiritualiza, sino que lo desnaturaliza. Se reemplaza la adoración del cuerpo por la idealización del pensamiento, como si esta última fuese superior. Pero tanto la adoración del cuerpo como la adoración de la mente —cuando se las toma como entidades independientes— son formas de exilio. En el primer caso, el alma queda atrapada en la carne. En el segundo, queda atrapada en los conceptos.
No se trata de amar solo cuerpos. Tampoco se trata de amar solo mentes. Se trata de amar seres. Seres totales. Seres únicos e irrepetibles que no se reducen a una dimensión, ni a una función, ni a una forma. El cuerpo no es una trampa si es atravesado por la conciencia. La mente no es una luz si está separada del corazón. Y el corazón no es la fuente del amor si no es morada del Espíritu.
La idea de “enamorarse de mentes” lleva implícita una idea sutilmente peligrosa: que el valor de alguien reside en su capacidad de pensar, razonar, hablar o articular ideas. ¿Y qué ocurre con aquellos cuya mente no funciona bajo los estándares de la lógica discursiva, pero cuyo corazón vibra con la pureza de la compasión? ¿Qué ocurre con el sabio silencioso, cuya luz interior no cabe en palabras? ¿Y qué ocurre con el cuerpo —templo vivo del alma— cuando lo rechazamos en nombre de una mente idealizada?
El error no está en amar cuerpos, ni en amar mentes. El error está en reducir el amor a una categoría parcial del ser. El amor verdadero no selecciona aspectos del otro para elevarlos o descartarlos. El amor no disecciona. El amor integra. Y en esa integración, lo físico, lo emocional, lo mental y lo espiritual se entrelazan como una sinfonía única. No hay jerarquía entre ellos cuando el Ser está despierto. Hay armonía.
El Buda no se enamoraba de cuerpos, ni de mentes. Se fundía con el ser de los otros en un estado de presencia silenciosa, que no requería análisis ni selección. Veía la unidad tras las apariencias. Y amaba desde esa visión. No dividía para elegir. No elegía para poseer. Se rendía ante la totalidad.
Por eso, cuando alguien dice: “enamórense de mentes, no de cuerpos”, uno puede ver allí, disfrazado de sabiduría, el viejo impulso del ego por controlar la experiencia del amor, limitándola a lo que se puede entender, dialogar o admirar desde la razón. Pero el amor —el verdadero— no es racional ni irracional. Es trans-racional. No es físico ni mental. Es transpersonal.
Amar a un ser humano desde el centro divino implica aceptar el misterio de su cuerpo, la belleza de su mente, la profundidad de su alma y la vastedad de su ser eterno. Nada se excluye, nada se rechaza, nada se idealiza. Todo se honra.
Entonces no, no nos enamoremos de mentes. Tampoco de cuerpos. Enamorémonos de presencias. De la Presencia. Del Fuego que habita en el corazón de todo ser. Ese que arde más allá de toda forma. Ese que no necesita elegir, porque ya ha abrazado todo.
Este recorrido por las trampas del dualismo moderno —que intenta fragmentar lo indivisible y jerarquizar lo que fue creado para danzar en unidad— es apenas un umbral. Una puerta de entrada hacia una comprensión más vasta, más luminosa, más real. Las ideas aquí compartidas no agotan el misterio, apenas lo rozan. Y es precisamente ese misterio, ese anhelo profundo de totalidad, lo que despliega sus alas en mi obra LA ILUMINACIÓN ESPIRITUAL. En ella, el lector no solo encontrará una continuación natural de estas reflexiones, sino una guía viva que lo conduce hacia niveles más profundos de conciencia, donde la integración del ser ya no es un concepto, sino una experiencia sagrada. Este texto ha sido un despertar inicial; el libro, en cambio, es el viaje completo hacia la esencia indivisible del amor y del alma.
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