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El Misterio Real: Cuando Dios Deja de Existir para Ser Todo

MENSAJE PARA EL ALMA

Dios no existe. Y, sin embargo, es real. Esta paradoja no es una negación ni una provocación: es una revelación. Lo que comúnmente se llama “Dios” ha sido por siglos proyectado hacia el cielo, hacia lo lejano, hacia un poder separado que juzga, salva o castiga. Pero en el silencio profundo del alma, cuando toda imagen y todo pensamiento cesan, una certeza irrefutable emerge: Dios no es una entidad fuera de nosotros. Dios es lo que somos. No como ego, no como individuo, sino como conciencia. No existe como objeto, pero es la realidad misma que late detrás de toda existencia.

Este misterio trasciende las creencias religiosas, los sistemas filosóficos y los lenguajes científicos. No se trata de fe ni de especulación: se trata de ver con claridad la raíz de todo lo que es. Cada fenómeno —ya sea físico, psicológico o espiritual— es una manifestación de una única realidad indivisible. Los antiguos lo intuyeron en forma de mitos, los místicos lo vivieron en silencio, y la ciencia contemporánea comienza, sin nombrarlo, a tropezar con sus bordes.

La importancia de este reconocimiento no es menor. Pues si Dios no es alguien allá arriba, sino el Ser que somos en lo más profundo, entonces todo cambia: nuestra relación con la vida, con el prójimo, con el conocimiento. Ya no hay separación real. Ya no hay nada afuera que temer ni adentro que conquistar. Comprender esto no solo unifica los campos del saber, sino que disuelve el sufrimiento que nace de la ilusión de estar separados del todo.

La tesis que aquí se propone es radical y simple: todo lo que existe, todo lo que se conoce, todo lo que se busca, no son más que expresiones de una sola realidad subyacente. Una totalidad viva que no es cosa ni persona, sino presencia. Y esa presencia es lo que somos. Así, la física, la biología, la psicología, el arte, la meditación, las emociones, los sueños y los pensamientos no son compartimentos estancos, sino ríos distintos que desembocan en el mismo océano de conciencia.

Bajo esta luz, el conflicto entre ciencia y espiritualidad se disuelve. La física cuántica ha comenzado a sugerir que el observador modifica lo observado; que la materia no es cosa sino probabilidad; que la realidad no es algo firme, sino una danza de información que responde a patrones no-locales. La neurociencia, por su parte, comienza a reconocer que la conciencia no puede ser reducida a un simple epifenómeno del cerebro. El arte, en su raíz, ha sido siempre una forma de revelar lo invisible, de evocar lo eterno a través de lo efímero. La poesía, como el misticismo, nombra lo innombrable.

Pensemos en una metáfora: cada ser humano es como una ola en el océano. Cada ola tiene forma, movimiento, duración. Pero ninguna ola está separada del mar. El mar es su ser. Cuando una ola cree ser solo su forma, teme su final, compite con otras, se angustia por su destino. Pero cuando despierta a la verdad de que es agua del océano, ya no hay muerte, ni separación, ni lucha. Así sucede con nosotros. Creemos ser individuos separados, pero somos formas de una sola conciencia.

La psicología transpersonal lo confirma: cuando el ego se disuelve, no queda vacío, sino plenitud. La experiencia de unidad no es evasión de lo real, sino el acceso a lo más real que hay. Y esta experiencia no es privilegio de unos pocos: es la herencia de toda alma que se atreve a mirar más allá de la superficie.

La aparente dualidad entre cuerpo y mente, sujeto y objeto, Dios y criatura, se revela como un artificio del lenguaje. Solo en el silencio interior podemos reconocer que jamás estuvimos separados. Que todo pensamiento es conciencia. Que todo objeto percibido ocurre dentro del campo indivisible de lo que somos. No hay dos: ni dos cosas, ni dos seres, ni dos realidades.

Incluso el dolor, la sombra y el caos se comprenden desde este prisma no como errores o castigos, sino como pliegues del todo, como expresiones de un movimiento que se busca a sí mismo. No hay mal absoluto, como no hay ola que no sea agua. Todo es parte de un proceso más vasto que apunta, inevitablemente, a la integración.

Y entonces, ¿qué es Dios? No es una figura en el cielo. No es una idea. No es un nombre. Es el fuego detrás de todos los nombres. Es el testigo silencioso de cada pensamiento. Es lo que escucha estas palabras en usted. Es la presencia que lee en usted ahora mismo. Dios no existe como algo separado, pero es real en lo más profundo del ser, porque es usted mismo, antes de ser usted, antes de tener nombre, antes de tener historia. Dios es la conciencia que anima todo.

Y esta comprensión no se logra por adoración, sino por atención. No por creer, sino por ser. El alma despierta no necesita religión, porque su altar es el ahora y su templo es todo lo que es. Cuando se comprende que somos la conciencia de Dios, que somos Dios manifestado, cesa la búsqueda, porque lo buscado siempre estuvo aquí, respirando a través de nosotros.

Pero esta verdad no puede ser impuesta ni enseñada. Solo puede ser reconocida. Y para eso, el alma debe estar dispuesta a vaciarse de todas sus certezas. Pues solo el que muere a lo que cree, nace a lo que es.

Así, lo que parecía una contradicción —Dios no existe, pero es real— se revela como una puerta al misterio. Y ese misterio no está allá afuera, ni en los libros, ni en los templos. Está en usted. Y si esta verdad ha resonado en su corazón, si ha sentido en estas palabras una llama encenderse en su interior, entonces quizás ha llegado el momento de ir más allá del pensamiento, más allá de la duda, más allá del yo.

Gracias por escuchar. Este es solo un fragmento del mensaje que comparto en mi libro El Poder Secreto del Alma. Puede explorarlo en Amazon. Allí encontrará mucho más que respuestas: encontrará la llave que abre la puerta al Ser.

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