El cielo y el infierno: metáforas del estado interior
- KAVINDRA SERAPHIS

- 10 abr
- 3 Min. de lectura
El cielo y el infierno no son destinos después de la muerte. No son lugares celestiales ni subterráneos. Son paisajes interiores, dimensiones de la conciencia que se despliegan en el presente, ahora mismo, según el estado en que se halle el ser humano. No son premios ni castigos, sino consecuencias naturales de la identificación o desidentificación con la ilusión del ego.
El cielo es la conciencia despierta. No es una experiencia pasajera de paz, sino la plenitud silenciosa que emerge cuando cesa la lucha interna. No hay conflicto en la conciencia misma. No hay fragmentación. No hay deseo de ser otra cosa. Solo hay ser, sin esfuerzo. Todo es visto tal como es, sin distorsión, sin apego, sin juicio. En ese estado, la existencia se revela como un juego sagrado, una danza sin opuestos, una expresión amorosa que brota desde la unidad. No hay nada que alcanzar, porque ya todo está completo. Eso es el cielo: vivir desde la raíz del ser, libre del personaje mental que insiste en ser alguien.
El infierno es el ego creyéndose real. Es la confusión fundamental de la mente cuando se toma a sí misma como el centro de la realidad. El ego divide, compara, exige, manipula. Quiere controlar, poseer, defenderse. Es un yo hecho de miedo, memoria y proyección. Es la voz que narra, que reclama, que culpa, que duda. El infierno es vivir dentro de ese ruido, creyendo que uno es ese ruido. Es sentirse separado, incompleto, carente, y buscar sin fin algo que lo repare. Pero nada lo satisface, porque la raíz del sufrimiento es esa identidad ilusoria. El infierno es la resistencia al presente, es el rechazo a lo que es, es el intento desesperado de cambiar la realidad para encajarla en las expectativas de una mente confundida.
Ambos estados no son lejanos ni abstractos. Son íntimos y cotidianos. Cambiar de uno a otro no requiere viajes ni ceremonias, sino un giro radical de atención. Cuando la mirada interna se libera de la identificación con los pensamientos, cuando se deja de alimentar la historia personal, cuando el silencio se vuelve más real que la narrativa del yo, el cielo aparece sin esfuerzo. No porque se haya creado, sino porque siempre estuvo ahí, velado por la nube de la ignorancia.
El cielo no es lo contrario del infierno. No están en una dualidad. El cielo es la verdad; el infierno, una ilusión sostenida por el olvido de esa verdad. La conciencia no lucha contra el ego. Simplemente lo ve. Y en esa visión clara, el ego pierde su poder.
Cada ser humano, en su corazón más íntimo, conoce ya esa luz. No tiene que buscarla afuera. Solo necesita recordar lo que es, y dejar de creer lo que no es. Así el cielo deja de ser una promesa futura y se convierte en el suelo donde se pisa, en la forma en que se respira, en el modo en que se ama sin condición.
El infierno se desvanece cuando uno deja de alimentar el personaje que lo habita. Y en ese instante eterno, sin principio ni fin, la conciencia se reconoce a sí misma. Y ya no hay más cielo que este momento.
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